Thursday 13 December 2018

"LA VERDAD SUENA A VECES A LOCURA...".

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[De las películas mencionadas, este artículo revela únicamente puntos de partida de sus tramas]

Si algo llama la atención en los primeros instantes en los que, tras la introducción, vemos a Paulina Lorca en La muerte y la doncella (Roman Polanski, 1994) es su aislamiento. La encontramos en una casa situada en el campo al lado de un acantilado. Anochece, llueve torrencialmente, hay un apagón y ella abre la puerta para observar el camino que lleva hasta la casa. La cámara nos muestra la amplia extensión de campo que ella misma ve. Exceptuando un faro lejano y el camino que lleva hasta su casa, no hay nada ni nadie en kilómetros a la redonda. Con el apagón, además, ya se encuentra completamente incomunicada porque ni siquiera puede utilizar el teléfono. De correr algún peligro, nadie acudiría en su ayuda.

Ella, sin embargo, no parece asustada. Algunas ventanas están abiertas y la hemos visto poner la mesa con tranquilidad. En este momento se encuentra más bien enfadada con su marido, a quien espera ver llegar en coche. Al darse cuenta de que llegará tarde, Paulina coge su plato y una botella de vino y se encierra en una pequeña habitación, añadiendo una barrera más a su aislamiento.


Sigourney Weaver, Stuart Wilson y Ben Kingsley en La muerte y la doncella


No parece asustada, he dicho, pero en el fondo lo está. Su sobresalto al cortarse la electricidad al tiempo que sonaba un trueno la ha delatado. Ahora, su reacción apagando velas y haciéndose con una pistola tras percatarse de que se acerca un coche desconocido lo dice todo.

Claramente, la soledad de Paulina es un retiro en busca de paz, pero no un retiro ocioso, sino una huida, una huida de un mundo por el que no desea ser alcanzada. Y aun escondida, o precisamente porque se esconde, el espectador tiene la impresión de que está expuesta a ese mundo del que, aunque lo quiera, no puede escapar, y de que las ventanas abiertas del comienzo no eran tanto un símbolo de relajación como de vulnerabilidad.

Como se descubrirá más adelante, Paulina ha sido torturada en el contexto de una dictadura. La angustia que le empuja a aislarse es la de quien ha perdido en su totalidad lo que Jean Améry, superviviente de Auschwitz, llamó "confianza en el mundo": la de quien se siente siempre vulnerable, la de quien percibe hostilidad en todo y en todos los que le rodean, la de quien se experimenta apartado de los demás al tiempo que expuesto a ellos.

La imagen que obtendremos de Paulina a lo largo de la película es la de una mujer estancada en su pasado, anclada en la memoria de lo que le sucedió. Todos sus actos y palabras tienen como trasfondo la experiencia de la vulnerabilidad extrema de la sala de tortura: la lejanía absoluta del mundo externo, la consecuente imposibilidad de ser salvada y la exposición total a sus torturadores. La localización de la acción en esta película, por tanto, no sólo reproduce características de la localización de la tortura sufrida por Paulina, sino que muestra la pervivencia de los efectos de dicha tortura en su mente.

Y sí, la obsesión en que encontramos a Paulina nos parece por momentos un rasgo de locura. En varias escenas tanto su marido Gerardo Escobar como el individuo a quien Paulina acusa de haberla torturado, Roberto Miranda, se refieren a ella como una persona con problemas mentales: “Es ridículo, se lo inventa. Está paranoica. Está alucinando. Tú lo dijiste: está loca”, dice Miranda.

En un momento dado, Gerardo, abogado, se refiere a la dificultad de que se reconozca penalmente el daño causado a Paulina debido a la poca fiabilidad de alguien cuyas conductas son propias de una perturbación emocional aguda: “La única prueba que tienes es tu propio testimonio. Si quieres la auténtica verdad, no eres un testigo fiable”. “Porque estoy loca”, dice Paulina. “Créeme, un tribunal te despedazaría”, contesta Gerardo.

Siguiendo a Jean Améry, el resentimiento crónico de Paulina puede ser entendido como la eterna lucha a la que ha quedado abocada por hacer visible la verdad que no se le reconoce, la eterna lucha por que “el delito adquiera realidad moral” (Jean Améry, Más allá de la culpa y la expiación, Valencia, Pre-textos, 2001, p. 151). Su permanencia en el resentimiento no es sino una manera de persistir en la denuncia y en la reivindicación del reconocimiento de una verdad silenciada. Un intento de “curarla” equivaldría a la pretensión de hacerla desistir de su ansia por que se reconozca su verdad.

Me es inevitable recordar en este punto las figuras de Claude Eatherly (uno de los pilotos participantes en el lanzamiento de la bomba de Hiroshima) y el filósofo Günther Anders, quienes de 1959 a 1961 mantuvieron una abundante correspondencia en la que, entre otras cosas, trataron sobre la íntima relación entre ciertas verdades y comportamientos patológicos:

Cualquier médico sensato lo sabe: no es normal actuar con normalidad durante o después de una situación anormal. No es normal que alguien, tras sufrir un fuerte shock, se comporte como si nada hubiese pasado. Siendo así, desde un punto de vista médico todavía es menos normal que una persona siga comportándose de forma «normal» cuando el desencadenante de ese shock excede todo aquello que una persona es capaz de imaginar, asimilar y lamentar (Günther Anders, Más allá de los límites de la conciencia, Barcelona, Paidós, 2003, p. 179.)

Pero, para Anders, un comportamiento como el de Eatherly (o Paulina) no sólo está totalmente justificado, sino que es moralmente pertinente. Su valoración de los comportamientos “anormales” es, dentro de lo que cabe, positiva:

Reaccionando de forma «anormal», reaccionó de la forma adecuada (Günther Anders, op. cit., p,179).

Claude Eatherly, recibido en su país como un héroe, luchó durante los años posteriores a Hiroshima para ser reconocido como criminal. Por descontado, acabó encerrado en un psiquiátrico. Comportamientos como los de Eatherly, quien cometió a propósito delitos menores con los que no ganaba nada, son para Anders síntomas de salud moral. 

En casos como los de Paulina o Eatherly, y, permítaseme añadir, dado el contexto en que ocurren, la cura de su “enfermedad” implicaría, de acuerdo con Améry y Anders, la negación de sus respectivas verdades. Es a esto mismo a lo que Anders se refiere en su crítica a los médicos que pretenden tratar a Eatherly para eliminar su sentimiento de culpa.

Aun compartiendo con Anders y Améry la comprensión de ciertos tipos de malestar psicológico como formas de resistencia y motores para la lucha ante la invisibilización o negación de determinadas verdades, he de expresar mi desacuerdo con la normativización del vínculo entre trauma y búsqueda de justicia a la que estos autores pueden estar apuntando. No todas las personas que han vivido un shock quedan condenadas a la anormalidad conductual y no se debe exigir la manifestación de heridas psicológicas para considerar a alguien susceptible de que se reconozca judicialmente su verdad (como el juicio de La Manada ha hecho patente recientemente). Tampoco se debe entender que toda acción destinada al reconocimiento ha de venir necesariamente impulsada por la culpa o el resentimiento crónicos. Sin embargo, es muy comprensible que así sea, como lo es que en muchos contextos, véase el entorno social del piloto Eatherly, la ausencia general de malestar sea indicativa de una lamentable falta de conciencia moral. Estas últimas afirmaciones en relación sobre lo que es razonablemente comprensible, resultantes de cierta relativización de tesis de Anders y Améry, son las ideas con las que aquí me interesa trabajar.

Prosiguiendo, el problema de Günther Anders con la institución sanitaria no tiene tanto que ver con que se afirme la anormalidad del comportamiento del piloto, el cual es, de hecho, anormal siempre que el calificativo venga entrecomillado. El verdadero problema es que se reste crédito a sus afirmaciones en base a dicha “anormalidad”. Que alguien pueda ser catalogado como mentalmente enfermo no tiene por qué implicar que lo que diga sea un sinsentido. La verdad, en su dimensión epistémica así como en la moral, puede, en ciertas situaciones y para muchas personas, estar reñida con el bienestar psicológico.

Una buena ilustración de esta tesis la encontramos en Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007), película en que somos testigos de cómo el prestigioso abogado Arthur Edens hace pública su verdad tras entrar en fase maníaca.

Edens se encarga de defender a U/North, gran compañía de productos para la agricultura acusada de comercializar herbicidas cancerígenos. En el transcurso de una reunión con presencia de miembros de U/North, algunas de sus supuestas víctimas y los abogados de éstas, Edens se empieza a despojar de su ropa de manera repentina mientras le declara su amor a una joven granjera. Dice que su ropa es su ofrenda y sus credenciales, en clara alusión al estatus no sólo socio-económico, sino epistémico, del que su atuendo es marcador. En su exaltación, además, revela lo que lleva seis años ocultando: los productos de U/North son efectivamente cancerígenos. El incidente, grabado en vídeo, desencadena una serie de movimientos por parte de U/North para desacreditar la revelación de Edens en base a su estado de enajenación mental. Su propio bufete, por su parte, pretende ingresarlo en un centro psiquiátrico debido a que su comportamiento compromete el prestigio de todo el grupo.

Despojándose de su ropa y sus maneras, Edens ha dejado de ser un interlocutor válido y, por tanto, todo lo que diga será desoído. Sin embargo, el espectador es consciente de que, a pesar de su estado patológico de exaltación, a pesar de las anomalías comportamentales y químicas que psicólogas y neurólogas podrían respectivamente detectar en Edens, se está poniendo sobre la mesa la verdad que en condiciones normales no hubiera salido a relucir. Nos encontramos, por tanto, con un caso en el que no sólo se trata de que un enfermo mental ha desvelado una realidad, sino de que únicamente en tanto que enfermo mental ha podido hacerlo.

En ocasiones, los comportamientos patológicos rasgan el velo de las ficciones establecidas como verdad. Inicialmente puede parecer que carecen de sentido, pero ello se debe al adoctrinamiento al que hemos sido sometidos acerca de qué aspecto y comportamientos son portadores legítimos de verdad. A veces, la patología abre resquicios para la revelación de verdades que nunca se harían visibles en condiciones de salud mental. A veces incluso cierta salud moral puede mantenerse únicamente a costa de la salud mental, como en el caso de Claude Eatherly. El “sonar a locura” de algunas verdades no es un simple “sonar”, sino una verdadera alianza de las mismas con comportamientos y formas de pensamiento que, de hecho, exceden los límites de la normalidad (de esa normalidad entrecomillada que es sinónimo de lo habitual, lo común y establecido y lo institucionalmente aceptado). Algunas verdades necesitan de la locura para hacer su aparición. Locura y verdad, por tanto, no tienen por qué funcionar como opuestos. Normalidad y verdad no tienen por qué (aunque debieran) venir de la mano. Tomando prestadas las palabras de Linguini en Ratatouille (Brad Bird, 2007), “la verdad suena a veces a locura, pero ello no significa que no sea la verdad”.


(El gran) Tom Wilkinson en el papel de Arthur Edens

Una versión anterior de este artículo fue publicada en noviembre de 2009 en Revista filosófica de creación Ápeiron, nº3.

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